Cuanto decepciona ver personas desempeñar su trabajo amargadas, resignadas o “porque no queda otra”. Y como reconforta ver a quienes realizan tareas quizá tediosas disfrutando lo que hacen. Generalmente quienes trabajan en lo que eligieron, son felices en lo que hacen, lo hacen bien y desarrollan un dinamismo interior capaz de generar procesos, situaciones y relaciones enriquecedoras. La alegría les brota de adentro.
La alegría es un fenómeno afectivo que implica anhelar un bien que se reconoce como tal, lo que genera en el sujeto la actitud de querer buscar, poseer o realizar ese bien. Según López Quintás, la alegría (alicer: vivo, animado), es “el valor de los valores, o el común denominador de todos ellos”. Desde la filosofía de la educación, (Spinoza, la alegría del pensar), la alegría es una expresión del espíritu ligada a la tarea educativa. ¿Por qué?
La tarea de enseñar engendra alegría en el educador solo si se la vive como un bien que realiza al ayudar a otro, orientar al que está en camino a descubrir el bien para su plenitud personal. Esta es la raíz de la alegría del educador más allá de los resultados, porque a veces éstos no se ven; y entonces hay que mantener la esperanza, confiar, tener paciencia, perseverar, actitudes tan necesarias para el quehacer educativo.
También genera alegría la satisfacción de la tarea realizada a conciencia (no por egocéntrico perfeccionismo), sino porque hacer las cosas bien expresa no solo capacidad, sino el empeño por el bien del otro, por contribuir al bien común y el amor por lo que hace.
Y a veces la alegría proviene de la valoración de otros, o pasado el tiempo, de la gratitud de quienes pudieron valorar el bien al que accedieron por nuestro modesto intermedio.
¿Qué atenta contra la alegría del educador? La incertidumbre, la falta de perspectivas, la monotonía, la rigidez institucional, los criterios cambiantes, por decir algunos. Pero también nosotros podemos boicotear la alegría con la queja constante, la falta de aceptación de lo nuevo, la acedia (esa flojera o falta de interés que lleva a no querer hacer bien las cosas); o cuando no valoramos el trabajo bien hecho por otros; o cuando enseñamos con contraejemplos a zafar, o sembramos confusión, o desestimamos a los demás. El desánimo, el desinterés, son antipedagógicos; estorban para hacer bien lo que hay que hacer, impiden avanzar. No se puede educar desde el pesimismo.
Debemos replantearnos: ¿por qué elegimos esta profesión?, ¿para qué hacemos lo que hacemos? No se trata de buscar la mejor definición de educador, sino de convencernos que EDUCAR es buscar la plenitud de lo humano, es dignificar la vida a quien ya es digno por naturaleza y todos tenemos derecho a ello (por eso la educación es un derecho y un deber). ¿Qué nos llevó a elegir esta profesión y modo de vida? ¿Cómo me veo y qué siento en el ejercicio cotidiano de esta tarea?
Es necesario redescubrir el sentido de la tarea que hacemos. Se educa para que cada uno desde su singularidad pueda buscar el Bien, realice su propio bien, y pueda aportar al bien de todos. Educar es despertar interrogantes, alentar creatividad, ejercitar el pensamiento crítico, ayudar al desarrollo ético de la persona; acompañarle en la búsqueda de la verdad y a pensar el bien común, ayudarle en su salud emocional, a convivir con los demás, a crecer en libertad, responsabilidad y solidaridad; a buscar y encontrar el sentido de la vida. ¡Es una tarea apasionante!
La alegría de educar es consecuencia de la relación personalizante con el alumno, de experimentar en el día a día la importancia del proceso del que somos participes necesarios. Este gozoso desafío es lo que le permite, a quien así lo vive, ponerse más allá de las dificultades y obstáculos internos y externos que afectan al quehacer educativo, ponerle ganas y cariño.
Por supuesto hay que tener sentido de la realidad. Aceptar las propias limitaciones y potenciar nuestras posibilidades; actuar con conciencia recta de estar haciendo bien las cosas y que ponemos los medios que están a nuestro alcance. Tener una actitud positiva frente a los acontecimientos y a las personas, valorando a cada uno como es en su singularidad, con sus virtudes y más allá de sus defectos y evitar la murmuración, la “queja de oficio” de todo y de todos.
Hay valores necesarios en la tarea del educador, el buen humor y espíritu deportivo para hacer el bien posible, sin magnificar los impedimentos ni dejarse vencer por los fracasos, porque la meta vale la pena. También una cuota creciente de paciencia, cercanía entre otros valores que se imbrican, resultan como andamio para la tarea educativa, y son consecuencia del “amor pedagógico”. Estos valores no se encuentran por casualidad; se buscan, se comunican, se aprenden y se enseñan. ¡Sin ellos no hay pedagogía ni metodología que valga!
En definitiva, “no se puede educar “con cara de vinagre”, amargados resentidos, resignados”. Quien está desalentado siembra desaliento. Quien cree que su obra no vale, no puede esperar la valoración de otros.
El entusiasmo contagia entusiasmo, la fe genera confianza; la persona esperanzada siembra esperanza; quien da amor lo recibe en algún momento de parte de quienes fueron sus alumnos o de quienes menos lo esperaba. Vivamos la alegría de educar.
“Alégrate educador, que tu nombre está inscripto en el Libro de la Vida”.
¿Tener coraje para educar? Parece exagerado. Sin embargo, los educadores lo necesitamos. “Coraje” es lo opuesto a descorazonado (proviene de “cor”, corazón); por ello, tener coraje es esforzarse de corazón por algo.
No posee coraje la persona pusilánime, porque hay que ser valientes primero “para afrontar la verdad de lo que somos, hacer los mayores esfuerzos para enmendar nuestro camino, restaurar lo que se ha quebrado y vernos a nosotros mismos con honestidad”, dice la filósofa Rosalía Moros... (ver más)